
El Mensaje Profético
El Mensaje de Los Profetas
Ubicados en el horizonte de la decadencia de los reinos (a partir del siglo VIII a.C.), en medio de las amenazas políticas de los grandes imperios (Egipto, Asiría, Babilonia, Persia) y mientras acompañan a su pueblo en el cautiverio, los profetas anuncian, de diversas maneras pero con fundamental unidad, el propósito de Dios que se cumple en la convulsionada historia del Medio Oriente.
Resume el mensaje profético con frases clave de los mismos profetas:
1. "Así dice el Señor". El profeta está consciente de que está al servicio de la palabra de Jehová, que no es un mero anuncio sino la expresión de la voluntad del Dios soberano en acción (Isa. 55.11; Am 3.8).
El profeta no tiene control sobre esta palabra sino que está a su servicio (Jer 20.8b, 9; Am 3.8).
Toda su vida, hasta sus gestos y acciones simbólicas, dependen de ella (Isa. 7 y 8; Os 1).
2. "De Egipto llamé a mi hijo". La misericordiosa y divina elección de Israel para un propósito determinado, y las obligaciones que esa elección impone, están siempre presentes en los profetas.
Se expresan con las figuras de padre/hijo (Isa. 1.2; Os 11); propietario/viña (Isa. 5.1-7), pastor/rebaño (Isa. 40.11), alfarero/vasija (Isa. 29.16; Jer 18) y principalmente esposo/esposa (Isa. 50.1; 54.5; 62.4, 5; Jer 2.1-7; 3.11-22; Eze. 16.23; Os 1-3).
La ética social que admiramos en los profetas tiene su raíz en la justicia del pacto.
3. "Se alejaron de mí". La rebelión que denuncian los profetas no es solo de Israel, sino de todas las naciones (Isa. 10.5ss; Jer 46-51; Eze. 25-32; Amos 1 y 2).
Dios tiene cuidado de todos los pueblos (Isa. 19.24; Am 9.7), pero Israel tiene un llamado y por tanto una responsabilidad y una culpa especial (Amos 3.2).
Su rebelión ha sido total muestra de infidelidad (Isa. 1.4, 5; 2.6-17; 59.1-15; Jer 2.4-13; 5.20-31; Eze 16), y se manifiesta en la corrupción religiosa, en la injusticia social y sobre todo en el vano orgullo y jactancia que conduce a la ruina.
4. "Regresarán a Egipto". Dios ejecutará su juicio, es decir, corregirá el mal castigando al culpable, vindicando al justo y estableciendo justicia.
Los profetas de los siglos VIII-VI a.C. ven como juicio divino la catástrofe nacional que se avecina (Isa. 22.14; 30.12-14; Jer 5.3, 12, 14; Os 4.1; Am 3.1; Miq 6.1ss).
No es un acto arbitrario de Jehová, pero Israel es conducido de nuevo al cautiverio (de allí la idea del regreso a Egipto) para restaurar la justa relación con Dios.
5. "¿Cómo te he de abandonar?" Para el profeta, aun el juicio inexorable es expresión de la compasión divina (Am 4.6-11).
La misericordia (compasión, piedad, [Ver=] GRACIA) es, más que una calidad del pacto, la naturaleza misma de Dios (Isa. 54.7, 8, 10; Jer 3.12; 31.3; Os 11.8ss).
6. "Haré regresar sus cautivos". El juicio es instrumental y disciplinario (Isa. 1.25; Os 2.14-23; 5.15; Am 4.6-11).
Más allá de su ejecución, Dios se propone mantener un [Ver=] REMANENTE fiel que retoñará para cumplir el propósito divino (Isa. 7.1ss; Eze 27; Amos 9.8bss).
La segunda parte de Isaías lo anuncia como una segunda creación, un segundo éxodo (51.9-11). Jeremías discierne un nuevo pacto (Jer 31.31-34).
7. "Luz para los gentiles". La restauración no puede limitarse a la historia de Israel.
Los profetas miran más allá a una consumación, un Día del Señor que abarcará en juicio y gracia a todos los pueblos (Zac. 14.5-9).
En esta expectación se inserta el anuncio del "Siervo del Señor", quien inaugurará un nuevo día para las naciones (Isa. 49.5, 6; 53.4, 5).
Esta es la fe final y el mensaje de los profetas (Isa. 2.2-4; Miq 4.1)
Profecías Y Profetas En El Nuevo Testamento
El mensaje de los profetas halla su cumplimiento en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo (Hch 3.24); particularmente en los hechos de la pasión (Luc. 24.25-27; Hch 3.18; 1 Cor. 15.3).
La predicación a los judíos partía de esa correlación (Hch 18.28). El Evangelio de Mateo está construido sobre esa base (Hch. 1.22s; 2.5s), pero, más que predicciones en detalle, se trata del propósito redentor de Dios anunciado en los profetas y cumplido en Jesucristo (Jn 6.14; 1 P 2.9s).
La promesa del nuevo pacto y del siervo sufriente son los puntos culminantes de esa continuidad.
En el Nuevo Testamento se conoce y tiene en alta estima el don de profecía y la figura del profeta (1 Cor. 12.10; Efe. 4.11; cf. Hch 11.27 y Efe. 2.20).
Su función parece haber sido anunciar alguna revelación particular recibida de Dios (Hch 19.6; 21.9; 1 Cor. 11.4s; etc.), edificar o consolar con ese conocimiento de la voluntad de Dios (1 Cor. 14.1, 3, 5) o predecir un acontecimiento futuro (Mat. 11.13; 15.7; 1 P 1.10).
PROFECÍA, PROFETAS
(La función profética)
El profeta normativo.
La primera persona a la cual la Biblia llama profeta es Abraham (Gén. 20.7; Sal. 105.15), pero la profecía veterotestamentaria adquirió su forma normativa en la vida y persona de Moisés, cuyo ministerio sirvió de pauta a todos los profetas posteriores (Det. 18.15–19; 34.10; * Mesías).
Todos los rasgos que caracterizaban a los verdaderos profetas de Jehová según la tradición clásica de la profecía veterotestamentaria se hallaban ya en Moisés.
Moisés recibió un llamamiento específico y personal de parte de Dios, quien necesariamente toma la iniciativa cuando se trata de profetas verdaderos (Ex. 3.1–4.17; Isa. 6; Jer. 1.4–19; Eze. 1–3; Os. 1.2; Amos. 7.14–15; Jon. 1.1), pues sólo los profetas falsos se atreven a arrogarse el cargo por su cuenta (Jer. 14.14; 23.21).
Como se deduce de las referencias anteriores, la introducción del profeta a la presencia de Dios constituía tanto la finalidad como el efecto de la vocación divina; he ahí el “secreto” o el “consejo” del Señor (1 R. 22.19; Jer. 23.22; Amos. 3.7).
El profeta se presentaba ante los hombres como aquel que había estado primeramente en la presencia de Dios (1 R. 17.1; 18.15).
El discernimiento profético frente a la historia arranca del ministerio de Moisés.
Cuando Isaías llevó a cabo su tremenda campaña contra la idolatría, uno de sus más poderosos argumentos—que sólo Jehová es autor de la profecía y que, en el mejor de los casos, los ídolos no pueden hacer mas que interpretar acontecimientos ya consumados ( Isa. 45.20–22)tiene su origen en el ministerio de Moisés y en el éxodo.
Cuando Jehová envió a Moisés a Egipto, su siervo ya estaba en posesión de la clave que servía para la interpretación de los magnos acontecimientos prontos a cumplirse.
La historia se hizo revelación divina porque, detrás de la situación histórica se hallaba un hombre, preparado de antemano, capaz de interpretarla.
Moisés no tuvo que esforzarse por descubrir el significado de los acontecimientos según se desenvolvían, o después de su consumación, puesto que lo sabía de antemano por las comunicaciones verbales de Dios. Se puede decir lo mismo de todos los profetas.
Entre todas las naciones de la antigüedad, sólo Israel comprendió el significado de la historia, debiendo su discernimiento a los profetas, como estos, por obra del Señor de la historia, se lo debían a Moisés.
De igual modo, la preocupación ética y social de los profetas halla sus raíces en la obra de Moisés, pues, aun antes de su llamado ya se había interesado en el bienestar social de su pueblo (Ex. 2.11ss; 17), y después, en su función de legislador profético, bosquejó el código más humanitario y filantrópico de la antigüedad, que al hacer provisión para los desvalidos (Det. 24.19–22,) se erigió en enemigo de los opresores (Lev. 19.9).
Muchos de los profetas se enfrentaron a sus reyes desempeñaron un papel activo en la política de a nación, semejante al de estadistas.
He aquí otra función profética que halla su prototipo en Moisés, quien fue legislador de la nación, a tal punto que se le llama rey” (Det. 33.5).
Es interesante notar que los dos primeros reyes de Israel fueron también profetas, pero esta combinación de cargos no se consolidó. El gobierno mosaico-teocrático se prolongó mediante la asociación del rey ungido con el profeta ungido.
Hallamos también en Moisés esa combinación de proclamación y predicción que caracteriza a todos los profetas.
Hacemos esta mención pasajera para demostrar que Moisés estableció también la norma en esto, a saber, que con el fin de aclarar la situación del momento a menudo el profeta emprende la tarea de presentarla dentro de la perspectiva de acontecimientos aun futuros, y es precisamente esta trabazón entre proclamación y predicción lo que distingue al profeta del mero pronosticador. Incluso cuando Moisés dio a conocer su gran profecía acerca del Profeta venidero (Det. 18.15ss), sus palabras tenían que ver con los problemas sumamente apremiantes derivados de la actitud del pueblo de Dios frente a las prácticas y atractivos de los cultos paganos.
En el ministerio de Moisés distinguimos ya dos características más que habían de destacarse en el de los profetas que le sucederían. Muchos profetas se valieron de símbolos para subrayar su mensaje (Jer. 19.1; Eze. 4.1).
Moisés se valió del símbolo de las manos levantadas (Ex. 17.8) y de la serpiente también levantada (Num. 21.8), amén del intrincado simbolismo cúltico que entregó a la nación.
Finalmente aparece en su obra el aspecto intercesor del cometido profético.
Se presentaba “por el pueblo delante de Dios” (Ex. 18.19; Num. 27.5) y, por lo menos en una ocasión notable, se colocó literalmente “en la brecha” como hombre de oración (Ex. 32.30; Det. 9.18, 1 R. 13.6; 2 R. 19.4; Jer. 7.16; 11.14).
Los títulos de los profetas.
Se usan dos designaciones de carácter general para señalar a los profetas: la primera, “hombre de Dios”, los describe según su manifestación frente a sus semejantes.
Este título se aplicó primero a Moisés (Det. 33.1), y se usó continuamente hasta el fin de la monarquía (1 S. 2.27; 9.6; 1 R. 13.1).
Tenía como fin distinguir a los profetas de los demás hombres, como se destaca claramente en la declaración de la sunanita: “Yo entiendo que éste que siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios (2 R. 4.9).
El otro título general era el de “mi, tu, su siervo”.
Aparentemente otros hombres no solían dirigirse a los profetas como “siervos de Dios”, pero Dios mismo los describía frecuentemente como “mis siervos”, lo que daba lugar al uso también de “sus siervos”, y “tus siervos” (2 R. 17.13, 23; 21.10; 24.2; Esd. 9.11; Jer. 7.25).
Se expresa así la relación entre el profeta y Dios, y de nuevo fue Moisés quien primeramente llevo este título (Jos. 1.1–2).
Predecir y pregonar
Con demasiada frecuencia en los estudios que se han hecho se han tributado alabanzas un tanto superficiales a la unicidad del fenómeno profético en Israel para luego, contradictoriamente, someterlo a juicio y a las críticas, restando importancia a su carácter único, y buscando explicaciones puramente racionalistas de las pruebas.
De hecho no tenemos más que una sola fuente de información que ilumine la persona y función del profeta veterotestamentario, o sea el ATAT Antiguo Testamento mismo, que debe tratarse como documento original de primordial importancia.
En primer término el profeta era portavoz de la palabra de Dios. Aun si a veces se entregaba a funciones distintas, tales como los intrincados actos simbólicos de Ezequiel, ellos constituían medios secundarios que servían para hacer llegar la palabra divina a sus coetáneos.
Esta palabra no se presentaba, por así decirlo, como mera opinión, como si Dios deseara que los hombres se enterasen del punto de vista divino antes de formular sus propias decisiones; constituía más bien la convicción del profeta de que la proclamación de la palabra de Dios era capaz de cambiar radicalmente la situación total.
Un ejemplo de esto se halla en Isa. 28–29, que describe en primer lugar los esfuerzos del pueblo por hallar una solución satisfactoria al apremiante problema del oportunismo poético y, como consecuencia, el de rechazar la palabra de Dios.
La situación se desenvuelve en los capítulo 30 en adelante, resultando que no se trata ya de buscar un equilibrio de potencias políticas entre Judá, por una parte, y Asiría y Egipto, por otra, sino de la relación espiritual entre Judá, Asiría, y Egipto, por una parte, y la palabra de Dios por otra.
La palabra llega a ser factor activo que se agrega a la situación, impulsándola en la dirección indicada por la palabra hablada (Isa. 40.8; 55.11; * Maldición).
Al mismo tiempo los profetas se referían a la situación en primer término por medio de amonestaciones y palabras de aliento relativas al porvenir, de modo que casi todos los profetas se presentan en primer lugar como vaticinadores (Amos. 1.2).
Discernimos tres motivos primordiales que justifican las predicciones:
Es a todas luces necesario que las personas tengan alguna idea del porvenir si han de ejercer su responsabilidad moral en el momento de actuar en el presente.
Esta consideración inmediatamente eleva la predicción veterotestamentaria por encima del mero pronóstico que quiere satisfacer la curiosidad carnal.
Los llamados al arrepentimiento (Isa. 30.6–9) y las exhortaciones a la santidad práctica (Isa. 2.5) surgen por igual de una palabra profética; la visión que revela la ira venidera motiva el llamado a buscar la misericordia de Dios ahora; la perspectiva de la bienaventuranza futura presta Fuerza a la exhortación de andar desde ya en la luz.
Segundo, las predicciones surgen del hecho de que los profetas hablan en el nombre del Santo que gobierna la historia.
Hemos notado anteriormente que los profetas fueron llamados sobre todo al conocimiento de Dios, y de ahí su discernimiento en cuanto a lo que él había de hacer mientras guiaba el acaecer de la historia según los inmutables principios de su naturaleza santa.
Como profetas, pues, poseían la información básica de los caminos de Dios, puesto que Dios había declarado su nombre para siempre por medio de Moisés y por la lección del éxodo (Ex. 3.15). Los profetas estaban informados en cuanto a los secretos del Señor (Amos. 3.7).
Tercero, al parecer la predicción forma parte integrante del concepto de la función profética, como vemos en Det. 18.9ss.: Israel estaba para entrar en la tierra de Canaán, y en ese momento recibió aviso no sólo de las abominaciones cúlticas que hallaría allí, tales como la inmolación de criaturas humanas, sino también en cuanto a los practicantes religiosos cananeos de cosas tales como la adivinación. Hallarían agoreros que pretendían por diversos medios levantar el velo que esconde el porvenir.
Frente a ellos el israelita había de prestar oído al profeta que el Señor levantaría de entre sus hermanos, y al hablar este en nombre del Señor había de ser juzgado precisamente por la exactitud de sus predicciones (Det. 18:22).
He aquí un dato que ofrece una clara demostración de que Israel esperaba predicciones de sus profetas, y de que el vaticinio pertenece a la misma esencia de la función profética.
Hemos de notar que los dones telepáticos y clarividentes de los profetas abarcaban conocimientos extraordinariamente detallados.
Eliseo tenía fama de poder saber lo que se decía en secreto en lugares alejados (2 R. 6.12), y dio pruebas de la exactitud de tal opinión en cuanto a sus poderes.
Ezequiel adquirió justificada fama por su conocimiento detallado de lo que acontecía en Jerusalén, estando él en Babilonia (Eze. 8–11).
Es inútil procurar evadir las implicaciones de estos testimonios bíblicos, pues las notables potencias psíquicas de los profetas eran notorias.
Por ello no conduce a nada poner en tela de juicio su conocimiento anticipado de nombres personales como en (1 R. 13.2; Isa. 44.28 Hch. 9.12). Puesto que no hay incertidumbre en cuanto al texto original en estos pasajes, todo se reduce a si aceptamos o no las pruebas del ATAT Antiguo Testamento en cuanto a la naturaleza de la profecía.
El hecho de que existan esas predicciones tan detalladas concuerda perfectamente con el cuadro general de la profecía bíblica, y deberíamos recordar que no es legítimo plantear el problema en función de nuestro conocimiento del tiempo transcurrido entre predicción y cumplimiento preguntándonos cómo podía conocer el profeta el nombre de una persona que no nació sino centenares de años después de su propia época.
No se dice nada de “centenares de años” en los contextos de referencia, que es algo que nosotros añadimos a la luz de conocimientos posteriores.
Hemos de plantear el problema en términos más sencillos, preguntándonos si, a juzgar por lo que sabemos de los profetas del Antiguo Testamento, hay algo que haga imposible su conocimiento anticipado de nombres personales. A la luz del Antiguo Testamento no cabe más que una respuesta no.
Modos de Inspiración
¿Cómo recibía el profeta los mensajes que había de comunicar a sus semejantes por comisión divina?
En la inmensa mayoría de los casos la respuesta es de una claridad diáfana desde un punto de vista, y desde otro de una vaguedad enigmática.
La frase usual es: “Vino palabra del Señor…”; literalmente el verbo es “ser”, por lo que hemos de entender que “la palabra del Señor se hizo activamente presente a…”.
Se trata de una percepción directa y personal, que es la experiencia básica del profeta.
Se la encuentra por primera vez en (Ex. 7.1–2, 4.15–16), y notamos que Dios es el autor de las palabras que comunica al profeta y, por su medio, al pueblo.
La experiencia es igual en el caso de Jeremías cuando la mano del Señor toca su boca (Jer. 1.9), y este pasaje revela cuánto nos es posible comprender del asunto: en el contexto de una estrecha comunión que Dios le concede, el profeta recibe las palabras del mensaje.
Más tarde Jeremías describe la experiencia como la de “estar en el secreto (consejo) del Señor” (23.22), y es esta experiencia lo que capacita al profeta para dar a conocer las palabras de Dios al pueblo. Pero no hallamos aquí explicación psicológica alguna.
Lugar había para sueños y visiones en la inspiración del profeta.
A la luz de (Num. 12.6–7 y 1 S. 28.6, 15,) se enseñan la validez del mensaje entregado por medio de sueños.
Sueños.
La verdad es que los sueños se atribuyen a las actividades que han ocupado durante el día al que sueña (Ecl. 5.3).
Sin embargo, en el Antiguo Testamento se reconoce que, sea cual fuere el origen de un sueño, puede llegar a ser un medio por el cual Dios se comunica con los hombres, sean israelitas (1 R. 3.5) o no (Gen. 20.3ss).
Los sueños que se registran en las Escrituras son de dos tipos.
En primer lugar, están aquellos que consisten en el fenómeno ordinario del sueño, en el cual el dormido “ve” una serie encadenada de imágenes que corresponden a acontecimientos de la vida diaria (Gen. 40.9–17; 41.1–7).
En segundo lugar, hay sueños que comunican al que duerme un mensaje de parte de Dios (Gen. 20.3–7; 1 R. 3.5–15; Mat. 1.20–24). En algunos casos no existe virtualmente ninguna distinción entre un sueño y una *visión durante la noche (Job 4.12s; Hch. 16.9; 18.9s).
En la interpretación de los sueños la Biblia hace distinción entre el fenómeno del sueño comunicado por no israelitas y por israelitas. Algunos gentiles, tales como Faraón (Gen. 41.15ss) y sus funcionarios más encumbrados (Gen. 40.12s, 18s) requieren de José la explicación de sus sueños, y Nabucodonosor recurre a Daniel (Dan. 2.17ss).
En ciertas oportunidades Dios mismo habla, en cuyo caso la intervención humana se hace innecesaria (Gen. 20.3ss; 31.24; Mat. 2.12).
Pero cuando sueñan los miembros de la comunidad del pacto, la interpretación acompaña al sueño (Gen. 37.5–10; Hch. 16.9s).
Este tema es importante para el concepto de la profecía en el Antiguo Testamento.
Entre los hebreos existía una relación muy íntima entre los sueños y la función del profeta.
El locus classicus se encuentra en (Det. 13.1–5) donde se menciona al profeta juntamente con el que sueña, sin que ello implique algún sentido de incongruencia.
La estrecha conexión en el pensamiento hebreo entre el soñar y el profetizar se manifiesta otra vez en (Jer. 23.25–32).
También es evidente que en los días de Samuel y Saúl se creía generalmente que el Señor hablaba por medio de sueños además del Urim y los profetas (1 S. 28.6).
En el pasaje de (Jol. 2.28 citado en Hch. 2.17) hay una unión de profecía, sueños y visiones con el derramamiento del Espíritu.
Moisés es el único profeta del cual se dice que el Señor le habló “cara a cara, claramente, y no por figuras” (Num. 12.6–8; Det. 34.10), pero el contexto demuestra que la visión y el sueño son medios igualmente válidos de revelación profética (Num. 12.6).
Jeremías censura a los profetas falsos por tratar los sueños de su propio subconsciente como revelaciones de parte de Dios (Jer. 23.16, 25–27, 32), pero reconoce que un profeta verdadero puede tener un sueño genuinamente profético (Jer.23:28), prueba de lo cual es el mensaje que “como martillo quebranta la piedra” (Jer. 23:29).
Por cierto que Jeremías mismo conocía la inspiración profética en su forma de sueño (31.26).
En el Nuevo Testamento Mateo registra cinco sueños en conexión con el nacimiento y la infancia de Jesús, en tres de los cuales aparece un ángel con el mensaje de Dios (Mat. 1.20; 2.12–13, 19, 22).
Posteriormente relata el inquietante sueño de la mujer de Pilato (Mat. 27.19).
Otros pasajes hablan de *visiones más bien que de sueños, aunque la línea de separación es muy tenue.
Visiones.
Es muy difícil, si no imposible, determinar la línea divisoria entre una visión y un sueno o un trance. Esto se refleja en el vocabulario bíblico para “visión”.
Este proviene de una raíz usada para describir la experiencia del vidente que tiene una visión encontrándose en estado extático (Isa. 1.1; Eze. 12.27); mientras que la palabra de la raíz común para “ver”, significa visión como medio de revelación (Num. 12.6; 1 S. 3.15).
El Nuevo Testamento usa dos palabras en esta conexión: horama (Hch. 9.10, 12; 10.3, 17, 19) y optasia (Luc. 1.22; Hch. 26.19; 2 Cor. 12.1). Significan “aparición” o “visión”.
Aquí el énfasis parece recaer en la naturaleza extática de la experiencia, y el carácter revelador del conocimiento, que les llegaba a los profetas y videntes bíblicos.
La experiencia apunta a una sensibilidad especial en cuanto a Dios compartida por hombres piadosos (ejemplo Jer. 1.11; Dan. 2.19; Hch. 9.10; 16.9), y la disposición de Dios a revelarse a los hombres (Sal. 89.19; Hch. 10.3).
Las circunstancias en las que les llegaban las visiones reveladoras a los videntes de la Biblia son variadas, Llegaban estando despiertos los protagonistas (Dan. 10.7; Hch. 9.7); de día (Hch. 10.3) o de noche (Gen. 46.2). Pero estaban íntimamente relacionadas con el estado en que se producen los sueños (Num. 12.6; Job 4.13).
En el Antiguo Testamento los receptores de las visiones revelatorias eran los profetas, “escritas” (Isa. 1.1; Abdías. 1; Nah. 1.1) y “no escritas” (2 S. 7.17; 1 R. 22.17–19; 2 Cro. 9.29). Pero los ejemplos más destacados fueron Ezequiel y Daniel.
En el Nuevo Testamento Lucas manifiesta gran interés en las visiones.
Informa, por ejemplo, sobre las visiones de Zacarías (Luc. 1.22), Ananías (Hch. 9.10), Cornelio (Hch. 10.3), Pedro (Hch. 10.10ss), y Pablo (Hch.18.9); aun cuando Pablo trataba las visiones con mucha reserva (2 Cor. 12.1ss).
El conjunto supremo de visiones neotestamentarias es el que aparece en el libro de *Apocalipsis.
Las visiones bíblicas se relacionan con situaciones del momento (Gen. 15.1s; Hch. 12.7) y el “lejano acontecimiento divino” del reino de Dios, como lo atestiguan los escritos de Isaías, Daniel, y Juan.
En relación con esto los pasajes en (1 S. 3.1; Pro. 29.18) son particularmente pertinentes.
El mejor ejemplo de revelaciones por medio de visiones se halla en Zacarías, pero, al igual que con los sueños, los textos no añaden nada a nuestro conocimiento—o más bien nuestra ignorancia—del mecanismo de la inspiración, y lo mismo hemos de decir de la palabra que se percibe por medio de un símbolo (Jer. 18; Amos. 7.7ss; 8.1–3). En fin, el proceso de inspiración es un milagro, y no sabemos nada de los medios que Dios emplea con el fin de que el hombre tome conciencia de que ha recibido palabra de Dios.
¿Cuál habrá sido la actividad del Espíritu de Dios en la inspiración profética?
Hallamos 18 pasajes que asocian la inspiración profética con la actividad del Espíritu: en (Num. 24.2) con referencia a Balaam; en (Num. 11.29; 1 S. 10.6, 10; 19.20, 23) se trata de casos de éxtasis profético; se supone sin más argumento que la profecía surge de la actividad del Espíritu de Dios en (1 R. 22.24; Jol. 2.28–29; Os. 9.7; Neh. 9.30; Zac. 7.12; en Mi. 3.8) se declara la inspiración del Espíritu, como también en (1 Cro. 12.18; 2 Cro. 15.1; 20.14; 24.20; Neh. 9.20; Eze. 11.5) con respecto a la profecía.
El examen de estas citas revela que los testimonios en cuanto a la intervención del Espíritu no están distribuidos en forma pareja en el Antiguo Testamento, y que escasean especialmente en el caso de los profetas preexílicos.
Es un hecho que Jeremías no hace referencia al Espíritu de Dios en ningún contexto, lo que ha dado lugar a suposiciones sobre posibles diferencias entre “el hombre de la palabra” y “el hombre del Espíritu”
Se ha dicho que los primeros profetas querían disociarse de la inspiración colectiva y del frenesí de los hombres que pretendían poseer el Espíritu; pero esta no es una conclusión necesaria, ni siquiera probable.
En primer lugar, no podemos identificar de buenas a primeras los extáticos grupos de tiempos primitivos con los profetas falsos de tiempos posteriores; y, en segundo lugar, como subraya E. Jacob, “la palabra presupone el Espíritu, el soplo creador y vivificante, siendo esta verdad tan evidente en el caso de los profetas, que no veían la necesidad de expresarla explícitamente”.
Modos de comunicación
Los profetas se presentaban ante sus coetáneos como portadores de una palabra divina, un mensaje de parte de Dios.
Desde luego, esta palabra llevaba la impronta de la propia personalidad y experiencia peculiar del profeta, distinguiéndose netamente de Amós y de Jeremías en la medida en que se diferenciaban sus respectivas personalidades.
Debido a este hecho distinguimos dos aspectos en los mensajes de los libros proféticos: por una parte constituyen las palabras que Dios entrega a su siervo al escogerlo como portavoz suyo, mientras que por otra no dejan de ser palabras de cierto hombre que vivió en una época dada, y que surge, por lo tanto, de determinadas circunstancias.
La relación que existe entre las palabras de hombres inspirados y las del Dios que los inspiró (* Inspiración), no descubre en lugar alguno que los profetas pensasen que la palabra dada por su medio fuese inferior en grado alguno a la misma palabra de Dios.
La mayoría de los profetas no tenía conciencia alguna de la existencia de voces diferentes de las suyas, o que las contradijeran. Al contrario, manifestaban una convicción absoluta en cuanto a sus mensajes; una convicción de tal índole que correspondía a personas que no se hallaban en su cabal juicio, o a siervos de Dios que se hallaban en el secreto del Altísimo, que recibían de tan excelsa fuente lo que habían de declarar en la tierra.
A veces los profetas revestían sus mensajes de formas parabólicas o alegóricas (Isa. 5.1–7; 2 S. 12.1–7; y, especialmente, Eze. 16 y 23), pero el “mensaje dramatizado” vino a ser el tipo más llamativo de la presentación de su mensaje.
Si no pensamos más que en una especie de “ayuda visual didáctica” no llegaremos a comprender la verdadera naturaleza y función del mensaje dramatizado.
Naturalmente que servía de ayuda visual, pero hemos de recordar, además, el concepto hebreo de la eficacia de la palabra, según el cual aquella agregaba potencia al impacto de la palabra en la situación contemporánea que ilustraba.
Hay un buen ejemplo de esto en la entrevista que se verificó entre el rey Joás y el profeta Eliseo, ya moribundo (2 R. 13.14ss).
El vers.17 describe cómo fue disparada la flecha que simbolizaba la victoria del Señor sobre Siria.
Por tal medio el profeta introdujo al rey en la esfera de las acciones simbólicas, pasando luego a averiguar hasta qué punto la fe del rey podía aprovechar la promesa señalada.
El rey hirió la tierra tres veces, limitando en esa medida la acción eficaz de la palabra de Dios, que se cumplirá hasta ese punto, sin volver a Dios vacía.
En este incidente se destaca con extremada claridad la relación exacta que existía entre el símbolo y la palabra, como también el enlace de ambos con el desarrollo de los acontecimientos históricos.
Aprendemos que la palabra involucrada en el símbolo es sumamente eficaz, siendo imposible que no llegue a cumplirse exactamente en el sentido señalado.
Así, Isaías caminó desnudo y descalzo (Isa. 20), y Jeremías desmenuzó el vaso del alfarero en el lugar donde se depositaban los cascotes (Jer. 19).
De igual forma Ahías rompió su capa nueva en doce pedazos, entregando diez a Jeroboam (1 R. 11.29ss), y Ezequiel puso sitio a una ciudad modelo (Eze. 4.1–3).
Mas tarde el mismo profeta se abrió paso por la pared de su casa (Eze. 12.1ss), y no hizo duelo por la muerte de su mujer (24.15ss).
Hemos de distinguir cuidadosamente entre el mensaje dramatizado de los profetas israelitas y los ritos mágicos de los cultos cananeos, que pretendían producir efectos análogos a los movimientos del rito.
En su esencia la representación pagana se llevaba a cabo en el plano humano, con el intento de influir en el divino, pues la acción efectuada procuraba ejercer presión sobre Baal, u otra divinidad, con el fin de que obrara análogamente.
En cambio, el mensaje dramatizado hallaba su origen en Dios, con efectos sobre los hombres; por su medio se declaraba y promovía en la tierra aquella palabra de Dios que correspondía a la actividad divina ya determinada. En esto, como en todo aspecto de la religión bíblica, la iniciativa corresponde únicamente a Dios.
Profetas verdaderos y falsos
Cuando Micaías hijo de Imla y Sedequías hijo de Quenaana se enfrentaron mutuamente ante el rey Acab, uno de ellos advirtiendo acerca de derrota, y el otro prometiendo victoria, apelando ambos a la autoridad de Jehová (1 R. 22)
¿En qué forma podía hacerse una distinción entre el profeta falso y el verdadero?
Cuando Jeremías enfrentó a Hananías, encorvado el primero bajo el yugo que simbolizaba servidumbre, rompiendo el segundo el yugo como símbolo de liberación (Jer. 28), ¿cómo se los podía diferenciar?
Oeste, para mencionar un caso extremo, cuando el “viejo profeta” de Bet-el sacó al “varón de Dios” de Judea con un mensaje engañoso, y luego se volvió contra él con la verdadera palabra de Dios (1 R. 13.18–22), ¿era posible saber cuándo hablaba la verdad y cuándo hablaba engañosamente?
La cuestión de la discriminación de los profetas no es en ningún sentido una cuestión académica sino eminentemente práctica, y de la mayor importancia espiritual.
Se han invocado ciertas características externas, de tipo general, como modos de distinguir al verdadero profeta de Dios del falso.
Se ha sostenido que el éxtasis profético era la marca del profeta falso.
Ya hemos notado que el éxtasis grupal era la marca común en la época de Samuel (1 S. 9–10; etc.).
Este éxtasis era espontáneo, aparentemente, o podía ser inducido, especialmente por la música (1 S. 10.5; 2 R. 3.15) y la danza ritual (1 R. 18.28). Aparentemente la persona extática se volvía muy olvidadiza e insensible al dolor (1 S. 19.24; 1 R. 18.28).
Es fácil, y en realidad casi inevitable, que tomemos con sospechas un fenómeno de este tipo: es tan adverso, y se conoce como un rasgo del baalismo, y de Canaán en general.
Pero estos no son fundamentos suficientes para una identificación lisa y llana de lo extático con lo falso.
Por una parte, no hay indicación alguna de que el éxtasis fuera mal visto en ningún sentido, ya sea por el pueblo en general o por los mejores dirigentes religiosos.
Samuel predijo con aparente aprobación que Saúl se juntaría con los profetas extáticos, y que esto significaría que se había convertido en un nuevo hombre (1 S. 10.6).
Además, al emisario de Eliseo se le llama “aquel loco” (2 R. 9.11) por los consiervos de Jehú, indicando probablemente que el éxtasis todavía se consideraba rasgo del grupo profético.
Más todavía, la experiencia de Isaías en el templo fue ciertamente de éxtasis, y Ezequiel tenía sin duda cualidades extáticas.
Otra identificación que se ha sugerido como rasgo de la falsa profecía es el profesionalismo: eran siervos pagados por algún rey, y convenía a sus propios intereses decir lo que fuera del agrado del rey.
Pero una vez más, esto difícilmente pueda servir de criterio.
Samuel era, evidentemente, profeta profesional, pero no era falso; Natán era muy probablemente funcionario de la corte de David, y sin embargo su profesionalismo no fue equivalente, en ningún sentido, a servilismo.
Hasta Amós puede haber sido profesional, pero Amasías trata de convencerlo de que a un profeta como él le conviene vivir en Judá (Amos. 7.10ss).
Como los extáticos, los profetas cortesanos se encuentran en grupos (1 R. 22), y sin duda su posición profesional puede haberse convertido en influencia corruptora, pero decir que así fue realmente es ir más allá de lo que autorizan las pruebas.
Jeremías no hizo esta clase de acusación contra Pasur (Jer. 20), aunque hubiese significado una gran ventaja para él el haber contado con una prueba evidente del error de su adversario.
Hay tres discusiones notables sobre toda la cuestión de la profecía falsa en el Antiguo Testamento.
La primera se encuentra en (Det. 13 y 18).
Ocupándonos del segundo capítulo primero, el mismo ofrece una prueba negativa: lo que no sucede no fue dicho por el Señor.
Aquí es preciso observar estrictamente la fraseología empleada; no se trata de una simple afirmación de que el cumplimiento es el sello de la genuinidad, porque, como lo indica 13.1ss, puede darse una señal y cumplirse esta, y aun así ser falso el profeta.
Inevitablemente, se buscaba el cumplimiento como prueba de un dicho piadoso y genuino: Moisés se quejaba cuando lo que se decía “en el nombre” no lograba el efecto deseado (Ex. 5.23); Jeremías vio en la visita de Hanameel una prueba de que la palabra era del Señor (Jer. 32.8).
Pero Deuteronomio afirma sólo lo negativo, porque sólo esto es seguro y correcto.
Lo que el Señor dice siempre se cumplirá, pero algunas veces la palabra del profeta falso se cumple también, como forma de probar al pueblo de Dios.
Pasamos ahora a Det. 13 y la respuesta al problema de cómo discernir al profeta falso: la prueba es de tipo teológico, la revelación de Dios en el éxodo.
La esencia del falso profeta es que invita al pueblo a ir “en pos de otros dioses, que no conociste” (Det.13: 2), enseñando así la “rebelión contra Jehová vuestro Dios que te sacó de tierra de Egipto” (vers. 5, 10).
Aquí vemos el rasgo final de Moisés, el profeta normativo: él fijó también la norma teológica por la cual podría juzgarse toda enseñanza subsiguiente.
El profeta podía alegar que hablaba en nombre de Jehová, pero si no reconocía la autoridad de Moisés, ni aceptaba las doctrinas del éxodo, era un profeta falso.
Esta es sustancialmente la respuesta, también, de Jeremías.
Este profeta sensible no pudo llevar a cabo la prueba con la vigorosa seguridad que parecía tan natural en el caso de Isaías y Amós.
La cuestión de la certidumbre personal era algo que no podía eludir, y sin embargo no la pudo contestar, salvo valiéndose de la frase tautológica “la certidumbre es la certidumbre”.
Lo encontramos en el ardor de la lucha en 23.9ss.
Resulta claro por una lectura de estos versículos que Jeremías no puede encontrar pruebas externas del profeta: no hay en ellos aseveración de éxtasis o profesionalismo.
Tampoco encuentra que la esencia del falso profeta consista en la adquisición de sus mensajes por sueños: es decir, no hay prueba alguna basada en las técnicas proféticas.
He aquí, más bien, lo que alega Jeremías:
El profeta falso es un hombre de vida inmoral (vers.10–14), que tampoco pone obstáculo alguno a la inmoralidad de otros (vers.17); mientras que el profeta verdadero procura detener la corriente del pecado, e instar al pueblo a la santidad (vers.22).
Además, el mensaje del falso profeta es un mensaje de paz, sin tener en cuenta las condiciones morales y espirituales que son básicas para la paz (vers.17); mientras que el profeta verdadero tiene un mensaje de juicio para el pecado (vers. 29).
Podríamos aclarar aquí que no debe entenderse que Jeremías esté diciendo que el profeta verdadero no puede predicar un mensaje de paz.
Esta es una de las nociones más perjudiciales que jamás ha invadido el estudio de los profetas.
Hay momentos en que el mensaje de Dios es un mensaje de paz; pero siempre de conformidad con las condiciones del éxodo, o sea que la paz sólo puede existir cuando se satisface la santidad en relación con el pecado.
Esto es justamente lo que Jeremías argumenta: que la voz del profeta verdadero es siempre la voz de la ley de Dios, declarada por medio de Moisés de una vez y para siempre.
Así, Jeremías afirma valientemente que los profetas falsos son hombres de testimonio prestado, autoridad fingida, y ministerio auto- asumido (vers. 30–32), mientras que el profeta verdadero ha estado en el consejo de Jehová, ha oído su voz, y ha sido enviado por él (vers.18, 21–22, 28, 32).
La posición final de Jeremías es, justamente, la de que “la certidumbre es la certidumbre”, pero se salva de la tautología mediante la revelación positiva de Dios.
Sabe que tiene razón porque su experiencia es la experiencia mosaica de estar ante Dios (Num. 12.6–8; Det. 34.10), y su mensaje concuerda, así como no ocurre con el mensaje del profeta falso, con el “cuadrilátero del éxodo”, formado por los siguientes elementos: santidad (obediencia), paz, pecado, juicio.
La respuesta de Ezequiel es sustancialmente la de Jeremías, y se encuentra en (Eze. 12.21–14.11.)
Ezequiel nos dice que hay profetas que son guiados por su propia sabiduría y que no tienen palabra de Jehová (13.2–3).
Así, hacen que el pueblo confíe en mentiras, y los dejan sin recursos en el día de la tribulación (13.4–7).
La marca de estos profetas es su mensaje: es un mensaje de paz y de optimismo superficial (13.10–16), y no tiene contenido moral, lo cual aflige al justo y alienta al malo (vers.22).
Por contraste, hay un profeta que insiste en llegar al fondo de la cuestión, contestando a la gente no de conformidad con sus pretendidos interrogantes, sino de conformidad con sus corazones pecaminosos (14.4–5), porque la palabra de Jehová es siempre una palabra en contra del pecado (14.7–8).
Vemos nuevamente que el verdadero profeta es el profeta mosaico. No es simplemente que en un sentido vago tiene una experiencia directa de Dios, sino que ha sido comisionado por el Dios del éxodo para reiterar una vez más ante Israel los requisitos morales del pacto.
La profecía en el Nuevo Testamento Continuidad con el Antiguo Testamento
La profecía y los profetas forman la principal línea de continuidad entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, lo que se pone de manifiesto en la actitud de Cristo y los apóstoles con respecto a la profecía veterotestamentaria, en la continuación del fenómeno de la profecía, tanto hasta el ministerio de Jesús, como después de él, en el carácter profético de su propio ministerio, en el que se coloca la inspiración de los apóstoles y profetas neotestamentarios junto con la de los profetas veterotestamentarios, y en el derramamiento general del Espíritu Santo—el espíritu de la profecía—sobre la iglesia, lo que provocó una aceptación continua tanto de los profetas como de la profecía en las iglesias neotestamentarias.
La línea profética veterotestamentaria no termina con Malaquías, sino con Juan el Bautista, como lo declara expresamente nuestro Señor (Mat. 11.13).
Las declaraciones proféticas de Zacarías, padre de Juan, y las de Ana, Simeón, y María al principio del Evangelio de Lucas dan testimonio de la continuidad de la inspiración profética (Luc. 1.46–55, 67–79; 2.26–38). Desgraciadamente la acostumbrada división en dos “testamentos” oscurece la maravillosa unidad del programa divino de revelación, pero la línea es continua desde Moisés hasta Juan, e indudablemente después de este, como hemos de ver.
Además, el Nuevo Testamento se encuentra en una relación de cumplimiento con respecto al mensaje de los profetas veterotestamentarios.
Vez tras vez es este el tema principal del Nuevo Testamento: lo que Dios dijo antiguamente ahora se ha cumplido (Mat. 1.22; 13.17; 26.56; Luc. 1.70; 18.31; Hch. 3.21; 10.43, etc.).
Todos daban testimonio, en última instancia, de Cristo y su obra salvadora (Luc. 24.25, 27, 44; Jn. 1.45; 5.39; 11.51).
Cristo no vino a abolir la ley y los profetas, sino a darles cumplimiento (Mat. 5.17); además fundamenta su entendimiento de su propia misión y destino principalmente en las predicciones de ellos.
Difícilmente podríamos exagerar la importancia de esta característica del Nuevo Testamento en cuanto hace a la corroboración del Antiguo Testamento.
Aunque fueron una minoría perseguida (Mat. 5.12; 23.29–37; Luc. 6.23, etc.), los profetas veterotestamentarios no fueron meros soñadores especulativos sin mayor trascendencia, sino la voz mas importante que nos llegó del lejano pasado, confirmados ellos como proclamadores de la verdad eterna por el cumplimiento de sus más grandes palabras en el acontecimiento de mayor importancia de todos los tiempos, es decir la persona y obra de Jesucristo.
El mismo nos habla de ellos y su mensaje como revelación permanente de Dios, suficiente para conducir al arrepentimiento y, en consecuencia, para hacer culpables a aquellos que se niegan a escucharlos (Luc. 16.29–31).
Son maestros autorizados de la iglesia cristiana, hombres cuyas palabras todavía tienen que aceptarse en la actualidad como palabra de Dios (2 P. 1.19–21).
El mayor de los profetas y aun más
Una de las apreciaciones más comunes acerca de la persona de Jesús de Nazaret, hecha por sus contemporáneos de Palestina, es la de que se trataba de un profeta o un maestro enviado por Dios, o ambas cosas (Mat. 14.5; 21.11, 46; Luc. 7.16; Jn. 3.2; 4.19; 6.14; 7.40; 9.17, etc.).
El concepto básico que tenían sobre el profeta giraba claramente en torno al ministerio profético veterotestamentario, e incluía la declaración de la palabra de Dios, la posesión de conocimiento sobrenatural, y la capacidad para poner de manifiesto el poder de Dios (Jn. 3.2; 4.19, Mat. 26.68; Luc. 7.39).
Jesús aceptó este título, entre otros, y lo usó para referirse a sí mismo (Mat. 13.57; Luc. 13.33), y también aceptó el título de maestro (Jn. 13.13), como así también, por deducción, el de escriba (Mat. 13.51–52).
Los apóstoles llegaron a comprender que el cumplimiento final de la profecía de Moisés (Det. 18.15ss) acerca del profeta semejante a el, que Dios levantaría de entre los muertos, se daba en Cristo mismo (Hch. 3.22–26; 7.37; * Mesías).
Sólo que en el caso de Jesús no estamos ante un profeta simplemente, sino ante el Hijo, a quien no se le da el Espíritu por medida, y en cuyo ministerio de enseñanza, por lo tanta, se combinan perfectamente los ministerios de profeta y maestro, y en quien se alcanza el punto máximo de la revelación profética (Mat. 21.33–43; Luc. 4.14–15; Jn. 3.34).
Sin embargo, más que como al más grande de los profetas, vemos en Jesús al que envió a dichos profetas (Mat. 23.34, 37), aquel que no se limita a dar a conocer la palabra de Dios sino que es él mismo la Palabra (o Verbo) hecha carne (Jn. 1.1–14; Apoc. 19.13; * Logos).
El Espíritu de la profecía y la iglesia cristiana
Cristo prometió a los discípulos que después de su ascensión les enviaría su Santo Espíritu, el que les daría poder para testificar acerca de él en el mundo, y que testificaría con ellos (Luc. 24.48–49; Jn. 14.26; 15.26–27; Hch. 1.8).
El que esto incluye la inspiración profética resulta evidente por (Mat. 10.19–20; Jn. 16.12–15, etc.)
Al principio los apóstoles y los que predicaban el evangelio lo hacían en el poder del mismo “Espíritu Santo enviado del cielo” que inspiró las predicciones de los profetas del Antiguo Testamento que anunciaban anticipadamente los sufrimientos y la gloria venideros de Cristo (1 P. 1.10–12).
Por ello no nos sorprende que cuando el Espíritu Santo descendió en Pentecostés, el resultado inmediato incluye manifestaciones del habla (Hch. 2.1–12), y en su explicación Pedro cita (Jol. 2.28–32,) en donde vemos que un resultado importante de la efusión del Espíritu Santo en toda carne es que “profetizarán”, lo que incluye, no solamente palabras proféticas, sino también visiones y sueños (Hch. 2.18).
Cada cristiano es un profeta en potencia (con lo que cumple así el deseo que Moisés expresa en Num. 11.29), porque el Espíritu que ha sido dado en forma generalizada a la iglesia, para su testimonio acerca de Jesús, es el Espíritu de la profecía (1 Cor. 14.31; Apoc. 19.10).
Por lo tanto, Pablo les dice a los cristianos de Corinto, “procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis” (1 Cor. 14.1).
En esa época, cuando los cristianos recibieron inicialmente el poder del Espíritu Santo, las manifestaciones más comunes parecen haber sido el don de hablar en otras lenguas (para alabanza y oración) y el de profetizar (Hch. 2.4, 17–18; 10.44–46; 19.6; 1 Cor. 1.5–7).
No resulta claro si los que así hablaron bajo la inspiración del Espíritu conservaron esta facultad en todos los casos, o si fue simplemente una manifestación inicial que confirmaba su recepción del Espíritu como en el caso de los setenta ancianos, cuyo paralelo veterotestamentario más cercano lo encontramos en (Num. 11.25,) pasaje según el cual profetizaron solamente cuando el Espíritu descendió sobre ellos al principio, “mas no volvieron a hacerlo”
Jesús predijo que habría gente que profetizaría en su nombre (Mat. 7.22) aunque debemos prestar atención a su advertencia en cuanto a confiar en esta o alguna otra obra como medida del nivel espiritual personal), de modo que repetidas veces se menciona la profecía como uno de los dones del Espíritu Santo, que Cristo derrama en sus miembros para que funcionen como su cuerpo en cada lugar (Rom. 12.4–7; 1 Cor. 12.10–13; 1 Tes. 5.19–20; 1 P. 4.10–11; Apoc. en diversos lugares).
Este don se diferencia tanto del de lenguas como del de interpretación, como así también del de enseñanza.
Difiere de los primeros en que se trata de un hablar inspirado por el Espíritu de Dios al hombre, mientras que el don de lenguas y el de interpretación van del hombre hacia Dios (Hch. 2.11; 10.46; 1 Cor. 14.2–3) difiere del último (al igual que en el Antiguo Testamento) en que es una expresión (frecuentemente en el nombre del Señor) inmediatamente inspirada por revelación directa del Espíritu Santo, mientras que la enseñanza depende del paciente estudio y exposición de la verdad ya revelada.
(La profecía bajo inspiración del Espíritu adopta también a menudo forma de reiteración de conceptos ya revelados en las Escrituras, como ocurría también en el Antiguo Testamento.)
La guía más amplia para el uso de este don en la iglesia la da Pablo en 1 Cor. 14, junto con sus instrucciones para el uso de “las lenguas”. De esta referencia y de otras emerge el siguiente cuadro.
El ejercicio de los dones está, en principio, a disposición de todo cristiano, bajo la soberana distribución del Espíritu de Cristo, incluidas en algunas ocasiones las mujeres (1 Cor.14:5, 31; 11.5; 12.11; compárese Hch. 21.9), aunque es dudoso que ese ministerio femenino haya sido recibido con beneplácito en las iglesias de la época, por lo que vemos en (1 Cor. 14.33–36).
La declaración profética es palabra inteligible, que trasmite revelación divina al corazón y la mente de los presentes “para su edificación, exhortación, y consolación” (1 Cor. 14:3–5, 26, 30–31).
La reacción del incrédulo ante este ministerio profético (1 Cor. 14:24–25) demuestra que de esta manera se podía proclamar todo el mensaje, tanto de pecado como de juicio, como así también de gracia y salvación.
“Los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas” (1 Cor. 1432), de modo que no deben abusar de la profecía personas que sucumben ante un frenesí extático supuestamente incontrolable, ni debe ser ejercido sin el control de otros miembros del cuerpo (en especial ancianos y profetas) que estimen y disciernan la exactitud, la confiabilidad, y la verdad de las proclamaciones que pretendidamente provienen del Espíritu Santo (1 Cor. 14:29–33).
Sin duda fueron esos abusos los que hicieron que el apóstol escribiera a otra joven iglesia, “no apaguéis el Espíritu.
No menospreciéis las profecías.
Examinadlo todo, retened lo bueno” (1 Tes. 5.19–21), actitud similar a la que muestra hacia el don de lenguas en (1 Cor. 14.39–40).
Examinar o sopesar las declaraciones proféticas es más necesario aun en vista de las advertencias que encontramos en el Nuevo Testamento (que siguen a las que aparecen en el Antiguo Testamento) contra los falsos profetas y la falsa profecía, por medio de la cual Satanás trata de desviar al incauto (Mat. 7.15; 24.11, 24; 2 P. 2.1; 1 Jn. 4.1), ejemplo de lo cual es Barjesús en Pafos (Hch. 13.5ss).
En este último caso se especifican fuentes ocultas, aunque en otros la culpa se atribuye a deseos humanos egoístas; pero en cualquier caso se sirve la causa anticristiana de Satanás, como puede verse claramente en la figura simbólica del falso profeta que sirve al dragón en (Apoc. 13.11 y 19.20).
Ocasionalmente los falsos profetas harán milagros (Mar. 13.22), pero, al igual que en el Antiguo Testamento (Det. 13.1–5), no debe dárseles crédito indiscriminado simplemente por el hecho de que logran realizarlos.
La prueba de toda emisión profética reside en la advertencia de nuestro Señor de que “por sus frutos los conoceréis” (Mat. 7.20), e incluye los siguientes criterios:
a) Su conformidad con las enseñanzas escriturarias de Cristo y sus apóstoles, tanto en contenido como en carácter (como ocurría en el Antiguo Testamento, Det. 18; pero nótese que una prueba para todo aquel que pretenda tener espiritualidad o dones proféticos es que “reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor”, (1 Cor. 14.37–38; 1 Jn. 4.6)
b) Su tendencia o resultado general, o sus frutos (por ejemplo, que glorifiquen a Cristo y edifiquen a la iglesia, como indican (Jn. 16.14 y 1 Cor. 14.3)
c) El consenso de los profetas reconocidos (y presumiblemente de los ancianos y maestros) del lugar, que deben sopesar o discernir lo que se dice (1 Cor. 14.29, 32)
d) La coherencia de dichas declaraciones con otras declaraciones proféticas del cuerpo de Cristo en ese lugar (1 Cor. 14:30–31)
e) La confesión reverente de Jesús como el Señor encarnado por el Espíritu que habla a través de los profetas (1 Cor. 12.2–3; 1 Jn. 4.1–3).
Al igual que los otros dones espirituales, Pablo hace hincapié en que este don no tiene provecho alguno y su ejercicio es dañoso a menos que proceda de un corazón lleno de amor, y se utilice con una actitud amorosa para con la iglesia (1 Cor. 12.31–13.3).
Además de la posibilidad de que cualquier creyente pueda ejercer este don en determinadas ocasiones, también vemos en la iglesia neotestamentaria a los que fueron reconocidos y apartados como “profetas” en forma especial para un ministerio más regular de esta naturaleza.
Se las menciona después de los apóstoles en (1 Cor. 12.28–29 y en Ef. 4.11,) y aparecen junto con los maestros allí y en la iglesia de Antioquia de Siria (Hch. 13.1).
Es probable que el más conocido de los que figuran en el libro de los Hechos sea Agabo (11.28; 21.10–11), pero también se mencionan otros (15.32), aparte de que todo el libro de Apocalipsis es una extensa profecía revelada a Juan (1.3; 10.11; 22.7, 10, 18–19).
El ministerio de los profetas parece haber funcionado junto con el de los ancianos cuando Timoteo fue apartado para su ministerio como evangelista (1 Ti. 1.18; 4.14).
El carácter y la forma de la profecía neotestamentaria
Todas las evidencias basadas en los ejemplos de ministerio profético en el Nuevo Testamento indican que el mismo estaba completamente unido a la profecía veterotestamentana en carácter y forma.
El ministerio de Juan el Bautista, el de Agabo, y el del Juan que escribió Apocalipsis comprenden toda la clásica unidad de predicción y proclamación, de pronóstico y pregón, y lo mismo se aplica a Zacarías, Simeón, y otros.
Igualmente, combinaron predicciones acerca de la ira venidera o de tribulaciones futuras con otras acerca de la gracia que sería derramada (Luc. 3.7, 16ss; Jn. 1.29ss; Hch. 11.28; Apoc. 19–21).
Del mismo modo, encontramos profecía y revelación por medio de visiones, y ocasionalmente en forma de sueños, como así también de la boca del Señor (Luc. 3.2; Apoc. 1.10, 12, etc.; Hch. 10.9–16; Mat. 1.20).
El uso de parábolas y símbolos está bien ilustrado, incluido también el mensaje actuado (Hch. 21.11).
Debemos tener en cuenta que en el último caso mencionado Pablo aceptó la palabra de Agabo como descriptivamente acertada, aunque no personalmente direccional (Hch 21:12–14), si bien concordaba con advertencias que había recibido en otras ciudades (Hch. 20.23).
Sin embargo, tanto aquí como en (1 Ti. 4.14 y Hch. 13.9) vemos que el poder de la palabra profética todavía era capaz de efectuar y transmitir aquello a lo cual se refiere (Apoc. 11.6).
La profecía en la era apostólica y en épocas posteriores
A menudo se ha dado por sentado, o argumentado, que no hay profecía o profetas en la iglesia de nuestros días, en el sentido neotestamentario de la palabra, ni en ninguna era pos-apostólica, y que muchos de los que emplean el término “profecía” para describir ministerios actuales a menudo diluyen su significado, asignándole un significado equivalente a predicación pertinente.
Pero si bien la proclamación del evangelio o el ministerio de enseñanza pueden ocasionalmente aproximarse a la profecía, no se trata de lo mismo.
Los argumentos bíblicos utilizados para negar la existencia de profetas en nuestros días son dobles: primero, además de ser mencionados inmediatamente después de los apóstoles en (Ef. 4.11 y 1 Cor. 12.28) ambos se engloban como constitutivos del fundamento de la iglesia neotestamentaria en (Ef. 2.20 y 3.5); y en segundo lugar, la formación de un canon completo o cerrado del Nuevo Testamento excluye la posibilidad de cualquier nueva revelación de la verdad divina (He. 1.1–2).
Otros han tratado, a veces, de identificar esta conclusión del canon del Nuevo Testamento con la época en que la profecía dejará de existir, de acuerdo con (1 Cor. 13.8); pero esto significaría violentar el contexto, que muestra claramente que dichos dones dejarán de ser cuando “venga lo perfecto”, que se define como cuando “veremos cara a cara (es decir después de esta vida y era).
Podemos estar de acuerdo en que no se debe esperar nuevas revelaciones en lo que se refiere a Dios en Cristo, el camino de la salvación, los principios que rigen la vida cristiana, etc.
Pero parecería que no hay ninguna razón de peso que impida que el Dios viviente, que habla y actúa (a diferencia de los ídolos muertos), pueda servirse del don de la profecía para orientar en forma determinada a alguna iglesia, nación, o individuo, o para advertir o estimular por medio de la predicción, como así también por medio de advertencias, en plena concordancia con la palabra escrita de Dios, por medio de la cual debemos probar todo lo que se dice.
Por cierto que el Nuevo Testamento no entiende que la tarea del profeta sea la de innovar en lo doctrinal, sino entregar la palabra que recibe del Espíritu según los lineamientos de la verdad que de una vez por todas fue entregada a los santos (Jud. 3), como desafío y estímulo de nuestra fe.
El Nuevo Testamento considera en forma invariable que los profetas de ambos testamentos son los pioneros de la fe, que en todas las épocas están en primera línea, y que reciben todo el impacto de la persecución que el diablo fomenta en el mundo contra el pueblo de Dios, sea por medio de la oposición judía o gentil (Mat. 23.37; Luc. 11.47–50; Hch. 7.52; 1 Tes. 2.15; Apoc. 11.3–8; 16.6; 18.20, 24).
A veces se los agrupa con nuestro Señor, otras con los apóstoles, y a veces con los santos; pero el trato que reciben como portavoces de Dios es típico de lo que pueden esperar en un mundo caído todos los siervos e hijos de Dios que se mantienen fieles en su testimonio, juntamente con la victoria, la resurrección, y la herencia que les corresponderá más allá de este mundo por la gracia de Dios (Mat. 5.10–12; He. 11.39–12.2).
Porque “el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía”, y se requiere que todos los suyos den fielmente ese testimonio de diferentes maneras por el poder del mismo Espíritu.
Pastor-Profeta: Víctor Rodríguez M.
Cel.: 8 424 19 66